Anteayer, uno me llama al teléfono para un viaje de taxi hasta al aeropuerto. Acordamos la cita en el centro comercial en frente del Banco Nacional. El pasajero me preguntó como iba a reconocerme. Me describí de la de la siguiente manera:
Busque la mujer que tiene ojos vivos que están siempre atentos a los detalles. Cuando no está sonriente, la boca está hablante. El pelo lo llevo trenzado como lo de Rapunzel. La nariz es respingona y las mejillas son rojas como un tomate. Las orejas son muy curiosas. Pequeña de tamaño, grande de corazón. A veces parezco una niña que juega todo el tiempo; a veces una flor que sólo quiere aire fresco y sol, algunas veces un pájaro que vive la libertad de volar, a veces un perro que quiere cariño y atención. Me gustan los colores chillones cuando estoy triste – para que me anime, y también cuando estoy alegre – para que no me desanime.
El hombre estaba apresurado, pero sin parpadear confirmo el viaje para las 5 de la tarde. Yo estaba allá con puntualidad, junto a todas las personas que salían de la labor o iban a las escuelas. A las cinco y cuarto, nadie me reconoció. A las cinco y veinticinco pasaba nada. Luego, a las cinco y treinta y dos, cuando daba palomitas a las palomas, uno me tocó la espalda y escuche la misma voz que había escuchado al teléfono: - ¡Lucía! ¡Estoy un poco retrasado, lo siento!¿Podemos ir al aeropuerto ahora?